En el fondo sé que es muy tonto, pero me alegro de que haya sido así. Uno de los efectos colaterales del concierto ha sido que estoy recuperando, poooco a poooco, mi alemán. Vocabulario primero, pero antes de fin de año le quitaré el polvo real, no metafórico, a los libros y cuadernos de ejercicios de la facultad, y empezaré a repasar vom Anfang. Prometo no mirar las soluciones.
No sé qué tiene la Navidad, que es tan alemana. Seguramente sea en gran parte influencia, desde casi hace veinte años, de la Wilkefamilia, de las tardes en Santa Elvira (15, antes 3) en las que aprendí a apreciar el té, conocí el Glühwein y me enamoré de la artesanía alemana, mineros, campanillas y velas. En esa casa acogedora encontré el auténtico espíritu navideño en todos los sentidos, de generosidad y alegría.
Cumplí casi por completo mi lista-de-cosas-que-hacer de las vacaciones de noviembre (incluso fui a patinar), y por eso, autoindulgente, me permito añadir una cosa más, y es pasar unas Navidades en Alemania, y volver a ir a un Weihnachtsmarkt de verdad, ver madera por todas partes, vino caliente (otra taza para Diógenes) y volver a entender ese extraño idioma y sus extrañas costumbres, Karsten dixit.
Lo que me hace creer que todas estas cosas van a pasar, y no a quedar en propósitos de fin de año, es que siento que vuelve la vieja fascinación por lo alemán, la que sentía cuando apenas comenzaba mi primer libro de gramática y los folletos de instrucciones eran como fórmulas mágicas llenas de mayúsculas en lugares insospechados, y de palabras de dieciséis letras con tan sólo tres vocales. Es como regresar a un lugar querido en el que no habías estado en mucho tiempo y comprobar que todo sigue ahí, esperando a que subas la persiana y los rayos de sol se cuelen iluminando las motitas de polvo protector.