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lunes, 21 de septiembre de 2009

La mujer de Dios



Dios está en su casa sobre la colina, asomado a la ventana, mirando las olas romper ahí abajo. La casa es alta y estrecha, y blanca. Parece un faro, pero sin luz. No la necesita; ya tiene a Dios.
Pues Dios está en su casa, encima de las rocas de la playa, en una habitación de techo muy alto y casi vacía. Hay un marco apoyado en la pared, un par de desconchones aquí y allá, y una mesita de patas largas con un jarrón de cristal azul encima. Casi parece el estudio de un pintor que acabara de mudarse a otro sitio, cansado de ver siempre el mismo paisaje. No ha quedado ni la proverbial araña hilando su proverbial tela en el rincón del techo.
Está Dios en su casa, en su habitación de artista, la habitación para pensar sobre las cosas del mundo y sobre otras muchas cosas sobre las que piensa Dios, cuando entra su mujer. "Oye, Dios", le dice, "¿en qué estás pensando?". Porque la mujer de Dios no tiene los poderes de Dios, y no tiene manera de saber lo que discurre detrás de su barba. Después de todo, sólo es su mujer.
Dios pone mal gesto; no le gusta que le interrumpan mientras piensa. No se puede concentrar, y comete errores. El mundo fue creado mientras la mujer de Dios le preguntaba dónde quería pasar las vacaciones.
"En cosas que nunca entenderías", dice con voz engolada.
La mujer de Dios resopla y se asoma también a la ventana. En el horizonte está empezando a formarse una tormenta.
"¿No te parece", dice Dios, "que este sitio comienza a hacerse un poco aburrido?"
La mujer de Dios mira las olas. Mira la arena. Mira las rocas. Y ya no hay más que mirar, ni un sólo cangrejo, ni un alga, ni una gaviota, sólo la luz, que cada vez es más rara y amarilla, aunque el sol está bastante alto y aún queda mucha tarde.
"¿No te has echado hoy la siesta?", pregunta la mujer de Dios.
Dios masculla algo para su barba. Entonces hace un pequeño gesto con el índice de la mano derecha, y un rayo parte el cielo y cae al mar. Dios se ríe con estruendo. "Sí, creo que estoy un poco harto de este lugar. Deberíamos mudarnos". Las nubes crecen y se oscurecen, caen más rayos y a Dios le da la risa.
Entonces la mujer de Dios, que no puede leer en la mente de su esposo, pero no es tonta en absoluto, le mira fijamente y le dice: "Ni se te ocurra, ¿oyes? ¿Es que pensabas hacer caer el cielo sobre nosotros y este lugar sin decirme nada? ¿Hoy, que he hecho la colada de toda la semana y tengo la ropa tendida en el patio? Pero ¿tú sabes cómo se me van a poner las sábanas con esta tormenta?" La voz de la mujer de Dios va aumentando de volumen según aumenta su enfado. "¡Las sábanas de mi madre! ¡Y ayer estuve toda la tarde trabajando en mi jardín de rocas! ¡Y hace tan poco que nos trasladamos...! ¿Es que no podemos tener un poco de paz por un tiempo?"
A estas alturas Dios se ha desinflado un tanto. Ya no le apetece disfrutar de su tempestad. Los rayos se tornan relampaguitos débiles y confusos. Las nubes aclaran.
La mujer de Dios se ablanda. Le acaricia la calva. "Venga, esta noche te haré tu postre favorito, y a lo mejor después de cenar...".
Dios y su mujer salen de la habitación sobre el mar. Ella le describe con palabras tiernas la velada que tendrán esa noche, y Dios se va poniendo más contento. Aún así, con un giro de meñique que su mujer no ve, un golpe de viento se lleva uno de los almohadones tendidos, pinzas y todo, y lo eleva hacia el cielo hasta que desaparece con un destello.